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El lápiz
Una historia original de David Alcántara
Había sido comprado tiempo atrás, después de estar expuesto, junto a sus compañeros, en el mostrador de la papelería. Allí había permanecido durante unas semanas, reluciente, afilado, colorido: nuevo. Preparado para dejar huella. Su nuevo dueño entró con la mirada ausente, pidió un lápiz y se lo llevó a él.
Había pasado de un mostrador a un escritorio. Pasaba las horas junto a un folio en blanco. A veces, el dueño se sentaba, nervioso, cogía el lápiz con decisión, posaba su punta sobre la hoja y… lo dejaba caer de nuevo sobre la mesa. Con la mirada perdida y la lluvia asomando al vacío de esa mirada. Una cosa estaba clara: El lápiz había sido comprado con una misión importante.
Así pasaron algunos días, hasta que, por fin, el dueño tomó el lápiz con más decisión, y ya no solo apoyó la punta sobre el papel, sino que la deslizó, dejando un grafítico río marcado sobre la nevada llanura, río cada vez más oscuro, más profundo, que finalizó abruptamente cuando el lápiz perdió su punta. Descabezado el instrumento, el dueño no podía continuar su carta, así que buscó un ayudante que reparara a su compañero. La lesión del lápiz fue curada con rapidez, pero no sin cierta contrapartida. Por primera vez, el lápiz acusaba los efectos del paso del tiempo: su vida había comenzado a andar, y ahora era más corta. Pero tampoco fue ese día en el que culminaría su noble misión, pues la decisión había desaparecido ya del pensamiento del dueño, y el lápiz de nuevo reposaba junto al papel con el que había formado dúo durante un fugaz y útil instante.
Sin embargo, pronto el lápiz se vio envuelto en los intentos del dueño con mayor frecuencia. De su punta seguía sin salir aquello que estaba llamado a salir de él, sino geometrías aleatorias, garabatos floreados o, concluyendo infructuosas sesiones, garabatos enfurecidos que solían terminar como consecuencia con un nuevo paso por ese instrumento que, paradójicamente, le reparaba y le acortaba la vida a la vez.
El lápiz, no obstante, corría mejor suerte que su compañero de misión. El lápiz siempre permanecía, pertinaz, insistente, constante; en cambio, el papel era arrugado y arrojado sin piedad, sustituido al menor desperfecto contra el plan inicial. Un día, el lápiz sufrió una lesión que iba más allá. El dueño, frustrado, lo había arrojado, y este se había astillado quedando parcialmente resquebrajado. Fue una sesión especialmente dura y larga de sacapuntas. Con un esfuerzo mayor que de costumbre, pues, a veces, su accidental morfología dificultaba el mecánico giro que habría de repararle. Gran parte de su vida se quedó en esa rehabilitación. Pero el dueño se encontraba ahora más cerca de hacerle cumplir su misión. Aquello que le hacía desmayarse, atreverse, estar furioso. El lápiz había sido su fiel compañero en su empeño por creer que un cielo en un infierno cabe.
Así que siguió intentándolo durante la madurez del ya lapicero, incluso en su senectud, cuando ya no resultaba tan ergonómico. Y, por fin, la dupla de lapicero y dueño lo han conseguido, el día de la jubilación del primero. Por fin, la carta, tanto tiempo deseada, ha salido de su seno, dotando de una geografía bien definida e intencionada el mapa que los ríos de grafito definen sobre la llanura nevada. El dueño contempla su obra, mientras que la lluvia comienza a amenazar deslizando la primera gota por su protuberancia nasal… hasta que ya no desliza más, y cae. Cae sobre el resultado de una dura batalla que parecía ya ganada. Pero la frustración de ver su perfecta obra imperfecta ahora, dañada por el fulgor de su propio interior, hace que la misión acabada del lápiz pase de blanca llanura poblada de grafíticos ríos a nieve en copos polutos, esparcidos sobre el escritorio en el que el lapicero descansará en su jubilación, sin haber dado fin a la misión que su dueño quiso encomendarle, junto a los restos blanco maculados de la última batalla que libró, y la primera que parecía ser una victoria, con la nueva misión de inspirar a su joven reemplazo, y que, este sí, culmine una gloria que el viejo estuvo al borde de alcanzar.
Madrid, octubre de 2018
David Alcántara García
David Alcántara comenta sobre su propio texto el día de su publicación en la Web de Ediciones Ventanuco, 29 de septiembre de 2024:
Este texto fue escrito como ejercicio de un curso de relato breve al que asistí. El profesor nos había dado una serie de normas acerca de cómo encarar un relato y yo no terminaba de estar de acuerdo con todas ellas. En el fondo, este texto cumple la mayor parte de esas reglas: hay un protagonista con una función, que desarrolla una acción que se ve entorpecida por un antagonista. Sin embargo, el protagonista es un objeto inanimado. El profesor nos había dicho que no se podía escribir un historia con un personaje inanimado sin personificarlo. Con este texto, yo intenté demostrar que eso no tenía por qué ser así, intenté crear un nuevo punto de vista. Si lo conseguí o no, bueno, eso queda a la interpretación del lector, a lo que haya conseguido sugerirle o no. El profesor no pareció estar muy de acuerdo…
También quise aportar un final que también se salía un poco de la norma. No me parecía necesario que toda historia tenga un final feliz, ni siquiera perfectamente cerrado. Y así lo plasmé también en este relato.
No es que yo tratara de llevar la contraria por el mero hecho de llevar la contraria, sino que trataba de expresar lo que para mí es algo inherente al Arte: que debe estar abierto a lo nuevo. Lope de Vega desafió las normas del teatro clásico y pasó a la historia, entre otras muchas cosas, por ello. Creo que es importante que cada autor intente aportar algo suyo. Que sea fiel a sí mismo, a sus convicciones, erradas o no. Y que luego aprenda de ello, y siga creciendo, tal vez para acabar contradiciéndose… Pero si nos encorsetamos demasiado pronto… ¿cómo seremos capaces de crear algo verdaderamente nuevo?
Que nadie me malinterprete: ni este relato, ni este comentario que le hago, son críticas a aquel profesor. Todos los profesores se merecen absoluto respeto, y todo lo que enseñan puede ser una fuente de inspiración. Yo no lo desafié, sino que intenté crear un ejemplo con el que probar mi punto de vista. Y eso es algo que, casi con toda seguridad, nunca hubiese podido hacer sin el estímulo adecuado. Hoy por hoy, este es uno de los textos de los que más orgulloso estoy (aunque asumo que puede que el lector no comparta mi punto de vista), así que no puedo menos que agradecer profundamente la formación que recibí en aquel curso.
Otra crítica que recibí a este texto fue que yo, aparentemente, no explicaba cuál era la “misión” del lápiz. No quedaba claro qué intentaba escribir. Yo sabía que lo estaba dejando, tal vez, un poco demasiado críptico. Tuve la tentación de explicarlo mejor. Pero, al final, venció mi deseo de no subestimar al lector. No hace falta darlo todo masticado. Por otro lado, nunca me ha parecido mal dejar interpretaciones abiertas, para que el lector pueda encontrar más fácilmente la conexión con una ocurrencia de su vida personal; puede que así el texto se enriquezca bajo una interpretación nueva. En este caso, la explicación está en el texto pero, es verdad, aparece a modo de referencia. A una gran poesía, de Lope de Vega, pero que quizá no todos los lectores tengan por qué conocer. Se trata de su Soneto 126, que precisamente empieza por uno de los dos versos que yo cito en el relato (“desmayarse, atreverse, estar furioso”; el otro verso citado es “creer que el cielo en un infierno cabe”). El final del soneto, para el que no quiera buscarlo y necesite la pista definitiva para completar su comprensión del texto, es: “¡Esto es amor! Quien lo probó, lo sabe.”
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